Hace unos 35 años el Dr. Francisco Varela hizo un taxativo distingo que parece escrito para nuestros tiempos: la diferencia entre “saber qué” (el conocimiento declarativo, lo que uno puede explicar) y “saber cómo” o el conocimiento incorporado (en-carnado, diría Pierre Bourdieu) el que permite actuar. El primero se enseña en casi cualquier institución educativa; el segundo se cultiva con práctica, contexto, experiencia situada y resolución real de brechas.
La educación latinoamericana, desde básica o primaria hasta superior, sigue esencialmente atrapada en el “saber qué”, el saber cartesiano. Aún formamos estudiantes que pueden reproducir conceptos o mapas, pero que no necesariamente saben cómo movilizar ese conocimiento para transformar realidades, trabajar en equipo, o resolver problemas abiertos en contextos complejos. No saben navegar usando mapas diversos y cambiantes. Y eso es justamente lo que define su capacidad de agencia en un mundo en transformación.
En esta misma línea, el economista Ricardo Hausmann, fundador y director del Laboratorio de Crecimiento de Harvard, ha venido insistiendo en que el progreso de las naciones no depende de la cantidad de años de estudio o escolaridad, sino de la capacidad de una sociedad para coordinar saberes diversos.
Es el saber hacer colaborativo o habilidad para articular competencias dispersas en redes de producción complejas, lo que permite construir un avión, una célula digital, un sistema de energía, una película, una empresa o un país desarrollado. Ninguna profesión o especialidad basta por sí sola. El desarrollo es una coreografía o sinfonía colectiva.
Mientras más complejos son los productos y servicios de un país, mayor es su densidad de colaboración. Hausmann suele usar la metáfora del juego Scrabble: si tienes más letras, puedes hacer palabras más largas y complejas. Con una letra, dice Hausmann, se puede armar una palabra, con tres, cuatro palabras, con cuatro, nueve palabras y con diez hasta quinientas palabras. Las economías ricas cuentan con más letras, generan productos o servicios más complejos y que son demandados por el mundo, y avanzan porque son capaces de poner a trabajar juntas muchas habilidades complementarias, técnicas, creativas, tecnológicas, operativas y relacionales.
No solo la educación en todos sus niveles está desafiada en estos días por la realidad que demanda pericia, sensibilidad y redes; también las empresas, que deben transformarse en espacio de aprendizaje natural a lo largo de toda la vida. En una y otra, se debe recompensar la inteligencia colectiva más que el genio individual y generar condiciones para que las habilidades se desplieguen con flexibilidad, en un marco riguroso de protocolos y estrategias. La base del desarrollo, la productividad, la innovación y la creación de riqueza social, radica justamente en aquello que escasea en nuestra región.
¡Vaya desafío!: el futuro deseable lo construirán los que sepan hacer mejor las cosas, hacerlas con otros y a lo largo de toda la vida, y no los que saben más “qué”.
Necesitamos ecosistemas en los que la educación, empresas, gobiernos locales, comunidades y emprendedores construyamos juntos capacidades; donde el aprendizaje deje de ser un evento para convertirse en un proceso continuo; y donde el progreso se mida por la capacidad real de nuestras sociedades para crear valor de manera colaborativa, no por acumular más títulos o credenciales. ¡Vaya desafío!